Los contratos verbales no tienen más valor que el que las personas les dan. La obviedad está servida pero no deja de ser un problema complejo, sobre todo cuando no se habla el mismo idioma entre los dos contrayentes. Demasiadas cláusulas quedan sujetas a la buena intención del prójimo, y claro, no están los días para creer en la buena voluntad del otro. Corren tiempos difíciles para las estrechas y frágiles relaciones humanas, discurrimos por los ríos de la libertad de acción y el individualismo a la enésima potencia, de tal manera que nadie es imprescindible de una manera constante. Lo que hoy es, mañana se torna imposible por acción de las cambiantes circunstancias vitales. Nadie conserva su estado de rectitud, respeto y amor al otro por siempre.
Últimamente he oído decir en muchas ocasiones que “siempre” suele resultar ser demasiado tiempo. Así, hemos permutado el legendario: “contigo pan y cebolla” por el letal “hoy bien, mañana Dios dirá” a sabiendas de que el mañana siempre está en manos del otro o incluso del azar. Se estila, como es natural, eso de no permitir que nadie se convierta en el centro de tu vida para que cuando esta/e se vaporice, como charco al sol, ser capaz de sobrevivir contigo mismo, a solas en la penumbra de tu habitación vacía sin problemas. Es una manera un tanto ridícula, sórdida y eficaz de resolver el problema generado por la duda del mañana.
El contrato verbal a todas luces se torna entonces más una declaración de intenciones que en un compromiso de permanencia contra el viento y la marea. Para este particular también hay una histórica frase que justifica, en parte, el modelo de actuación, pues la intención es aquello que cuenta por encima de los resultados finales. De tal manera no es necesario amar eternamente sino tener la voluntad de hacerlo por siempre con independencia de la duración del siempre.
El género experimenta entonces su letal metamorfosis un día, convirtiendo lo tolerable, en el pasado, en detonante de la crisis interna y auto afligida que potencialmente desordenará más la vida del otro que la vida propia.
Preocupa especialmente sospechar que en el momento inmediatamente posterior a la ruptura de la baraja, ambos gozan de una libertad de actuación ilimitada y sin precedentes, de la que es conveniente hacer uso lo antes posible. Un mar de libertades (a las que un cristiano no está acostumbrado) que se adquieren en el preciso momento del adiós, mañana te llamo, ya hablaremos, hasta pronto o hasta siempre.
Es sin lugar a dudas, unos de los momentos en los que más y mejor se identifican y conocen a las personas con las que has compartido sueños, andanzas, confidencias y, claro está, buenas intenciones. Son esos meses posteriores en los cuales te das cuenta de con quien pernoctabas, con quien tomabas café y con quien compartías tu vida.
Después de esto, la prisa suele ser el arma más traicionera en estos días. La necesidad de sustituir lo muerto por lo vivo, lo pasado por el presente más inmediato, lo antiguo por lo nuevo. Salir a la calle con ganas de encontrar a alguien que llene el vacío que presenta tu alma lo más rápido posible, sin ninguna preocupación de cuantos errores se puedan cometer en el camino, a fin de cuentas ya no hay que dar explicaciones a nadie de tus actos. “Yo hago, Ahora, yo soy libre.”
El luto y el duelo por la pérdida de alguien quedan relegados a un segundo plano por la acción del Yo sin percatarse, en la mayoría de los casos, de que esa lícita pero negligente libertad de interactuar con el medio que te rodea suele marcar un punto de no retorno para la relación anterior.
Aparece en escena el orgullo del traicionado, quien considera mancillados sus apegos y consecuentemente se precipita la catástrofe, el reproche, la bajeza…
Así funciona la vida en el organigrama del 1+1. Sin esperanzas para los que como yo salimos de un mundo de dos y nos metemos en un mundo de cero o de mil. ¿Quién sabe? Un mundo en el que no pareces ser nadie sin el otro, por convertir un día al otro en el centro de tu vida. Por dejarte llevar por ese pensamiento romántico de las cebollas con mucho pan y la cal con otro tanto de arena. Así somos, descuidados y soñadores. Sinceros. Francos.
Un día la vida hará justicia con todos, mientras espero, escribiendo mi alegato, el que aquí expongo, el que espero que algún día me exima de toda culpa.
He dicho.
-david franco-