viernes, 12 de septiembre de 2008

Recuerdo el invierno frío, despertarme y poner los pies sobre las baldosas frías a trozos por la acción de las tuberías de la calefacción en el suelo. Atender la llamada de mi madre en la lejanía instándome a despertar. Ella me vestía, a veces, antes de ir al colegio, sobre mi misma cama. Yo me dejaba llevar, y relajaba al máximo mi cuerpecito para hacer más fácil la tarea de enhebrar las prendas que después se empaparían con la lluvia fina. Una vez vestido y despierto, me acuerdo, aun hoy, del intenso olor a cacao que invadía todo en pasillo hasta mi cuarto, de la atmósfera de aquella cocina chiquitina cuando se derramaba la leche sobre el fogón en un descuido, de alguna lágrima sobre los ojos cuando el tazón terminaba sobre mis pantalones y del sabor a laca “Neli” en el aire del baño antes de partir hacia el cole.

Vivíamos en una casa pequeña, en un sexto al que te catapultaba un ruidoso ascensor verde que se estremecía arriba y abajo todo el día haciendo que sus quejidos entraran en todas las casas de la comunidad. Eso no era una desventaja, él era un fiel avisador de cuando alguien bajaba en tu piso, teniendo un tercio de posibilidades de que fueran tus padres, en el caso de estar haciendo algo no muy conveniente. Siempre recordaré las carreras por aquel pasillo y los dos o tres segundos de margen que habilitaba la llamada precisa del aparato antes de que alguien entrara en casa. Dos o tres segundos vitales para, en aquel tiempo, volar del televisor a tu mesa de estudio tratando de parecer un muchacho responsable y estudioso.


Ahora casi todo ha cambiado, los olores, sabores, sensaciones… y claro está, ahora, no es mi madre la que me viste. Sin embargo conservo esa flacidez cuando me despierto, preludio de la ducha y el primer cigarrillo de la mañana. Las plantas de mis pies buscan ese calor del pasado en el amable y mentiroso parquet, ese olor que el maldito y frugaz microondas no despide, esa lluvia que no me moja metido en el coche saliendo del garaje en días de intenso aguacero.
Todo ha cambiado, menos yo y mi esencia que ahora siento fresca y llena, mis ganas de sentir nuevas sensaciones, de hacer nuevos quehaceres, de vivir tan intensamente como aquellos días en los que nada parecía hacerme daño, de reinventarme a mi mismo y de que todo me de la misma vergüenza que sentí cuando besé por primera vez a aquella chica.


Hoy el día termina, mañana naceré de nuevo, reencarnado en mi mismo, con mi mochila de sueños y mis zapatillas de correr mucho, las que mi madre me anudaba de pequeño, con las que aprendí a caminar y a correr. Con las que me caí, con las que rompí del uso y alguien remendó por mí, con las que me trajeron a ti y después, con las que me fui tan despacio. Las mismas que me atan al asfalto, me ponen en contacto con la tierra que piso y llevan mi cuerpo, ya formado, hasta donde estoy ahora mismo:


Aquí.

3 comentarios:

Rocío Luna dijo...

Pues encantada de que hayas llegado. Espero que te quedes mucho tiempo por aquí...

D. Franco dijo...

Gracias por el comentario Roci!!
Un placer, aqui me quedo una temporada!

Rocío Luna dijo...

A ver si es verdad y te pasas por mi "sitito de interné" y me dejas alguna idea tuya por ahí...
Besos.